Teniendo en cuenta que no sabía muy bien si hacía frío o calor, que todo le parecía un poco más oscuro de lo normal, y que los zapatos le quedaban grandes, se quedó sentada mirando a través de la ventana y simplemente observó cómo las nubes se iban cerrando y amenazaban con empezar a descargar agua en pocos minutos.
Se miró los pies y las uñas de los pies. El color rojizo del esmalte estaba empezando a descascarillarse. Movió lentamente los dedos como queriendo desentumecerlos. Con las manos apoyadas en la cama y con la postura de un niño retorciendo las piernas, dejó caer el pelo sobre la cara.
No sabía si reír o llorar. No sabía si gritar era la manera indicada en aquel momento de romper el silencio. No sabía si quedaba papel higiénico ni si comprar una barra de pan o dos para comer. Ni sabía por qué extraña razón había decidido pintar la habitación de rojo. Ni por qué tenía que hacerse mayor ni por qué tenía que sonreír a la gente que no le caía bien. Ni entendía que el espejo del ascensor fuera amarillento y todas las mañanas le dibujara más ojeras de las que tenía, ni que los días tuviesen solo 24 horas. 24 horas en las que la mayoría de las cosas que pasaban eran del todo incomprensibles para ella.
No entendía nada. Ni quería. Solo quería mirar por la ventana y esperar sentada, con el pelo sobre la cara y las piernas retorcidas a que, de un momento a otro, empezara por fin a llover.
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