Palabras con palabras, puñados de sensaciones y algo de música

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Think you can wait

En lo más profundo del bosque, en un claro que la luna iluminaba entre los árboles, un anciano tallaba un trozo de madera. Sus manos estaban raídas por el frío, el dolor y el paso del tiempo. Envuelto con una capa negra refugiándose del viento, enjuto, se encorvaba sobre su pieza mágica. Aún sin forma física pero con un diseño preciso en su mente, con el vaivén de sus manos y la extraña habilidad de sus manos gastadas, el pedazo de madera se iba dejando moldear.

Un silbido lejano y agudo acompañó a un remolino que jugueteó durante unos segundos alrededor del anciano antes de desaparecer. El anciano pareció no inmutarse pero sus ojos brillantes a la luz de la luna observaron con detenimiento el baile del viento junto a él. Y sus manos, automáticas, tallaban sin prisa pero sin perder la cadencia. Como cada noche, en el mismo claro, entre los mismos árboles, el remolino sibilante merodeaba alrededor del anciano como susurrándole mensajes privados, palabras ocultas, y tardaba en marcharse lo mismo que la misma nube que cada noche ocultaba levemente a la luna para darle todo el protagonismo al viento. Y desaparecía. Desaparecían, la nube y el viento.

Cuando el anciano volvía a poner la vista en su talla de madera sin percatarse de la esclavitud de sus manos asidas a su navaja, tan vieja y gastada como sus manos, pero no tan dolida por el paso del tiempo, la escultura estaba prácticamente terminada. Como cada noche, los últimos retoques los daría de camino a la cabaña oculto bajo su capa y guiado por el sendero que sus propios pasos hicieron con los años.

Y al llegar a casa, una noche más, el anciano cuyas manos revelaban el paso del tiempo y cuya mirada delataba la ausencia de un amor sin concesiones, abría un gran y poderoso armario que ocupaba toda la pared de su salón. El anciano no necesitaba muebles, electrodomésticos modernos o decoración alguna carente de significado. Le bastaba con contemplar a diario el interior de ese gran armario, cuyas robustas baldas sostenían sin esfuerzo cientos y cientos de reproducciones idénticas del rostro de una joven tallado en madera. Distintos tamaños, distintos colores por los distintos orígenes del material, pero siempre la misma cara, los mismos rasgos y la misma suavidad en los trazos. Miles de tallas exactamente iguales que el anciano había tallado con la misma precisión cada noche en un claro de luna, con la única referencia de su memoria y el remolino de sentimientos que todos y cada uno de los días acumulaba en su corazón, en su mente y en la comisura de sus ojos, con lágrimas que ya no eran capaces de salir pero que siempre estaban ahí recordándole la ausencia y el dolor que, a pesar de todo, nunca desaparecían.

Y el silbido del viento que cada noche le hacía compañía y que parecía recordarle, susurrándole despacito, que ella también le quería. Y que nunca dejó de hacerlo.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Angel mine

Estoy nerviosa.

Nerviosa de desconfianza,
de morderme la nada alrededor de las uñas
y de querer que las horas pasen.
Sin más.

Y sigo dolorida de los moratones que dejan las huellas del miedo.
Y la incertidumbre.

Quiero lo que quiero y lo quiero ya.
Aunque no entienda las mil cosas que no entiendo.
Aunque sigan así siempre.
Porque mi ignorancia es infinita.

Y es que no sé.
Simplemente, no sé.

Solo acierto a desear.
Un sonido.
Una imagen.
Un mensaje en el cajón que sólo se llena con esos mensajes.
Que además me hacen falta.
Me hace falta volver a arrastrar ese sueño
que me convierte las ojeras en alegría.
Y lo hace soplando una brisa de chocolate
en noches de más, y días de menos.

martes, 27 de septiembre de 2011

Lonely

En el cartel colgado en la puerta se leía en letra cursiva "Señorita Davies". Observó el letrero durante unos segundos y pensó por qué se hizo llamar Señorita Davies y no mantuvo su verdadero apellido. Pensó que la gente del espectáculo necesita ese tipo de cambios cuando se forma una identidad en el mundillo. Más como catarsis personal que como verdadera estrategia comercial. Y no es que no le gustara que se hubiera hecho llamar a sí misma Señorita Davies, eso era una decisión de ella, es que para él la Señorita Davies era una completa desconocida. Era una mujer excesivamente preocupada por su imagen, por la opinión de los demás y con la agenda demasiado apretada como para pensar en lo verdaderamente importante.

Observó el letrero con no poca melancolía y aferró su mano al pomo de la puerta. No fue capaz de girar la mano instantáneamente, dudó. Había girado el pomo durante años, como una fiel rutina, dulce al principio, confusa después, a la que nunca había faltado. Ramos de flores, tartas, felicitaciones, regalos, o simplemente abrazos y besos, palabras de ánimo y miradas de complicidad y comprensión, que con el tiempo se fueron transformando y ya no sabía dónde habían quedado. Pero ella era feliz.

A través de la puerta escuchó su voz. Hablaba en voz bastante alta, quizá demasiado para su gusto, y de manera bastante airada. Aún con la mano asida al pomo, se aproximó un poco más a la puerta y trató de escucharla. A la Señorita Davies. A la verdadera, a la que se dejaba realmente ser ella misma cuando estaba sola.

Soltó el pomo de la puerta derrotado por la realidad y vencido por la amargura. Era como si de pronto girar el pomo y abrir la puerta ya no tuvieran sentido alguno. Miró nuevamente el letrero y lo maldijo para sí, conteniendo la rabia y con las lágrimas aguantando en sus ojos para no salir.

A lo largo de un angosto y oscuro pasillo, caminó sin ánimo arrastrando los pies y preguntándose cuándo la Señorita Davies había dejado de ser simplemente Ana.




lunes, 19 de septiembre de 2011

Childhood 1


Gabriel se encerraba en el armario de su habitación y con una linterna se contaba los dedos de las manos y los dedos de los pies. Andrés, su hermano mayor, siempre le había contado que por las noches los monstruos salen del armario para llevarse a los niños que no duermen. Por las noches aguardaba a ver alguno de esos monstruos que nunca llegaban y por el día se encerraba en el armario para contarse los dedos de las manos y los dedos de los pies. No hacía mucho que sabía contar, pero ya se le daba bastante bien. Sabía contar las estrellas que se veían desde el jardín después de cenar, sabía contar los lápices de colores que Andrés guardaba en su estuche rojo, sabía contar los días que su padre salía de casa dando un portazo, las veces que su madre se escondía en el baño llorando, y el número de moratones que su madre coleccionaba por golpearse sin querer con los muebles del salón o con la barandilla del porche. Nunca contó los gritos y golpes que se escuchaban al otro lado de la casa en la habitación de sus padres, porque cuando eso pasaba, Gabriel se encerraba en el armario de su habitación y con una linterna se contaba los dedos de las manos y los dedos de los pies.