En lo más profundo del bosque, en un claro que la luna iluminaba entre los árboles, un anciano tallaba un trozo de madera. Sus manos estaban raídas por el frío, el dolor y el paso del tiempo. Envuelto con una capa negra refugiándose del viento, enjuto, se encorvaba sobre su pieza mágica. Aún sin forma física pero con un diseño preciso en su mente, con el vaivén de sus manos y la extraña habilidad de sus manos gastadas, el pedazo de madera se iba dejando moldear.
Un silbido lejano y agudo acompañó a un remolino que jugueteó durante unos segundos alrededor del anciano antes de desaparecer. El anciano pareció no inmutarse pero sus ojos brillantes a la luz de la luna observaron con detenimiento el baile del viento junto a él. Y sus manos, automáticas, tallaban sin prisa pero sin perder la cadencia. Como cada noche, en el mismo claro, entre los mismos árboles, el remolino sibilante merodeaba alrededor del anciano como susurrándole mensajes privados, palabras ocultas, y tardaba en marcharse lo mismo que la misma nube que cada noche ocultaba levemente a la luna para darle todo el protagonismo al viento. Y desaparecía. Desaparecían, la nube y el viento.
Cuando el anciano volvía a poner la vista en su talla de madera sin percatarse de la esclavitud de sus manos asidas a su navaja, tan vieja y gastada como sus manos, pero no tan dolida por el paso del tiempo, la escultura estaba prácticamente terminada. Como cada noche, los últimos retoques los daría de camino a la cabaña oculto bajo su capa y guiado por el sendero que sus propios pasos hicieron con los años.
Y al llegar a casa, una noche más, el anciano cuyas manos revelaban el paso del tiempo y cuya mirada delataba la ausencia de un amor sin concesiones, abría un gran y poderoso armario que ocupaba toda la pared de su salón. El anciano no necesitaba muebles, electrodomésticos modernos o decoración alguna carente de significado. Le bastaba con contemplar a diario el interior de ese gran armario, cuyas robustas baldas sostenían sin esfuerzo cientos y cientos de reproducciones idénticas del rostro de una joven tallado en madera. Distintos tamaños, distintos colores por los distintos orígenes del material, pero siempre la misma cara, los mismos rasgos y la misma suavidad en los trazos. Miles de tallas exactamente iguales que el anciano había tallado con la misma precisión cada noche en un claro de luna, con la única referencia de su memoria y el remolino de sentimientos que todos y cada uno de los días acumulaba en su corazón, en su mente y en la comisura de sus ojos, con lágrimas que ya no eran capaces de salir pero que siempre estaban ahí recordándole la ausencia y el dolor que, a pesar de todo, nunca desaparecían.
Y el silbido del viento que cada noche le hacía compañía y que parecía recordarle, susurrándole despacito, que ella también le quería. Y que nunca dejó de hacerlo.
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