En el cartel colgado en la puerta se leía en letra cursiva "Señorita Davies". Observó el letrero durante unos segundos y pensó por qué se hizo llamar Señorita Davies y no mantuvo su verdadero apellido. Pensó que la gente del espectáculo necesita ese tipo de cambios cuando se forma una identidad en el mundillo. Más como catarsis personal que como verdadera estrategia comercial. Y no es que no le gustara que se hubiera hecho llamar a sí misma Señorita Davies, eso era una decisión de ella, es que para él la Señorita Davies era una completa desconocida. Era una mujer excesivamente preocupada por su imagen, por la opinión de los demás y con la agenda demasiado apretada como para pensar en lo verdaderamente importante.
Observó el letrero con no poca melancolía y aferró su mano al pomo de la puerta. No fue capaz de girar la mano instantáneamente, dudó. Había girado el pomo durante años, como una fiel rutina, dulce al principio, confusa después, a la que nunca había faltado. Ramos de flores, tartas, felicitaciones, regalos, o simplemente abrazos y besos, palabras de ánimo y miradas de complicidad y comprensión, que con el tiempo se fueron transformando y ya no sabía dónde habían quedado. Pero ella era feliz.
A través de la puerta escuchó su voz. Hablaba en voz bastante alta, quizá demasiado para su gusto, y de manera bastante airada. Aún con la mano asida al pomo, se aproximó un poco más a la puerta y trató de escucharla. A la Señorita Davies. A la verdadera, a la que se dejaba realmente ser ella misma cuando estaba sola.
Soltó el pomo de la puerta derrotado por la realidad y vencido por la amargura. Era como si de pronto girar el pomo y abrir la puerta ya no tuvieran sentido alguno. Miró nuevamente el letrero y lo maldijo para sí, conteniendo la rabia y con las lágrimas aguantando en sus ojos para no salir.
A lo largo de un angosto y oscuro pasillo, caminó sin ánimo arrastrando los pies y preguntándose cuándo la Señorita Davies había dejado de ser simplemente Ana.
Palabras con palabras, puñados de sensaciones y algo de música
martes, 27 de septiembre de 2011
lunes, 19 de septiembre de 2011
Childhood 1
Gabriel se encerraba en el armario de su habitación y con
una linterna se contaba los dedos de las manos y los dedos de los pies. Andrés,
su hermano mayor, siempre le había contado que por las noches los monstruos
salen del armario para llevarse a los niños que no duermen. Por las noches
aguardaba a ver alguno de esos monstruos que nunca llegaban y por el día se
encerraba en el armario para contarse los dedos de las manos y los dedos de los
pies. No hacía mucho que sabía contar, pero ya se le daba bastante bien. Sabía
contar las estrellas que se veían desde el jardín después de cenar, sabía
contar los lápices de colores que Andrés guardaba en su estuche rojo, sabía
contar los días que su padre salía de casa dando un portazo, las veces que su
madre se escondía en el baño llorando, y el número de moratones que su madre
coleccionaba por golpearse sin querer con los muebles del salón o con la
barandilla del porche. Nunca contó los gritos y golpes que se escuchaban al
otro lado de la casa en la habitación de sus padres, porque cuando eso pasaba,
Gabriel se encerraba en el armario de su habitación y con una linterna se
contaba los dedos de las manos y los dedos de los pies.
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